Si hay algo permanente en mi imaginario personal es un incombustible fanatismo por la figura de John Cale. No he podido quitarme de la cabeza la fascinación malsana por la obra, persona, discos y variopintos palmitos del heteróclito artífice del primer sonido de la Velvet Underground. Ha sido una vida aguantando la incomprensión general y las malas palabras de todos aquellos, que son muchos, para los que el galés es y será siempre un pedante segundón. Sin embargo, a estas alturas, hay pocas figuras de las que pueda declararme fan tan rendidamente como de John Cale. Sí, ya se que sonará insensato pero...
Adoro a Cale más allá, muchísimo más allá, de su legendaria trayectoria en la Velvet (de la legendaria banda me quedo, de lejos, con los discos de la etapa de Doug Yule, otro grandísimo olvidado). La carrera de Cale me parece una absoluta oda al lirismo, la megalomanía, la paranoia, la vanguardia y el misticismo. Todo ello articulado con una poliédrica simultaneidad extraña, imaginativa e imperfecta. Su peculiar inteligencia musical es sútil y dubitativa y ha sido copiada hasta la saciedad. No hay más que escuchar los discos de los primeros Talking Heads para darse cuenta hasta qué punto el señor Byrne ha fusilado al excéntrico maestro. Minimalismo, modernismo, cavernicolismo, punkismo y rockismo se han sucedido a lo largo de obras interesantísimas, opacas, serpenteantes. Por eso, pese a unas primeras dudas, decidí acudir a ver a Mr. Cale a su paso por Madrid. Y eso que pensaba saltármelo pero, al final, ha podido esa vocecita de adoración que llevo dentro. La misma que me haría elegir sus discos como equipaje en caso de marchar hacia un largo exilio. Además, presentaba su disco de exitos en directo Circus Live, recién salido del horno y todo el mundo sabe que los discos en directo son inventos complacientes para engañar al fan y en las giras de presentación de los mismos los artistas se tocan todas las buenas.
Cuatro veces (incluyendo ésta noche) he visto a Cale de cerca. La primera, hace tantos años que parece un recuerdo de otra vida. Era la época en la que hacía su repertorio al piano de cola, aquella que quedó plasmada en el excelente Fragments of a Rainy Season (1992). Fue un concierto mágico e irrepetible. A partir de ése momento, cada encuentro con la frenopática leyenda ha sido frustrante. Siempre ha sido antipático, siempre ha estado rodeado de insólitas y absurdas medidas de seguridad. Siempre ha mostrado exigencias y desplantes dignos de una estrellona loca. Por eso, no me sorprendió comprobar que, en ese sentido, todo sigue igual en la órbita Cale. Un pipa con aspecto de estrangulador, apostado en el borde del escenario (y con más protagonismo que los propios músicos), delataba, a golpe de haz de luz de su policial linterna , a todo aquel al que se le ocurriese fumar o echar fotos con el móvil. Desagradable, pero previsible. Así que, dejo estas chungueces de lado y me dispongo ver qué ofrece el Cale del 2007 a sus fieles seguidores (público ya talludito y muy friqui, por cierto).
Sorprende, lo primero, ver cómo el tío ha decidido imitar su encarnación de mediados de los 70s. Es decir, al violento roquero paranoico que cantaba a la ansiedad, la angustia y al pánico intelectual. Aparece con una sudadera y unos pantalones modernos, como de hockey, que recuerdan mucho al look lucido en LPs como Slow Dazze o Sabotage Live. Además, toca una suerte de rockote industrializante que actualiza estilísticamente la época de Fear o de Helen of Troy. La conocida etapa pre-punk de la obsesión y la compulsión. En este ámbito, se le ve cómodo aunque un poco ido, haciendo poses de se me va la olla, caminando en círculos con la mirada perdida, tocando toscos acordes de guitarra y tirando de efectos de voz, vocoder y ruidismo. Es una recreación amable, moderada y moderna, ya digo, de esos tiempos malos en los que mordía los cables de la guitarra, iba hasta el bul de anfetas y coca y ponía los ojos en blanco. Me pareció escuchar una deconstrucción de Chicken Shit y también una versión post-nuclear de Memphis (no podría jurarlo); tocó una enrolladísima e irreconocible versión de Walking the dog (todas del live Sabotage, precisamente). Eso fue la primera mitad del concierto que estuvo muy centrada en temas recientes. Resultó interesante comprobar hasta qué punto Cale disfruta el bajarse al moro del rock para refrescarse de sus aventuras artístico-museísticas. Yo le encontré contundente, actual e inteligente. También un poco extravagante y locuelo. Es cierto que suena un poco como Tin Machine, pero no hay que olvidar que fue él quien inventó ese tipo de sonido descoyuntado que, con tan poco acierto, copió el Bowie. Hay que reconocer que a sus seguidores nos va ése rollo y es lo que esperamos cuando vamos a ver al adusto galés haciendo rock.
Lo mejor vino en la segunda mitad del concierto. Un Cale más relajado no tuvo complejos en abrir la caja de pandora y sacar a pasear los clásicos de su repertorio. El primer aldabonazo lo dio con una fidedigna y poderosa revisión de Helen of Troy. Curiosamente al tío se le ve más relajado y satisfecho con estas canciones, a las que trata con mucho cariño. La banda, unos eficientes pseudo-strokes, le seguía a distancia y sin salirse de madre en ningún momento. A partir de aquí intercalaría las piezas más agradecidas de su repertorio reciente (sí, hubo momentos disfrutablemente bailongos), con aquellas canciones que todo buen fan de Cale espera escuchar una noche de concierto. Una deliciosa y frágil lectura de Chinese envoy, una maravillosa You know more than I know que me dejó patitieso... De regalo una rareza de su primer disco, Big White Cloud, hermosísima. Así hasta llegar al clímax con una perfecta The ballad of Cable Hogue. Una canción exquisita a la que Cale hizo todos los honores posibles... Todo un regalo que empequeñeció el trámite velvetiano. Aunque, es cierto, buena parte del respetable recibió con una tremenda ovación la aparición de la viola y a nadie le amarga el dulce de escuchar Venus in Furs interpretada por un velvet original. Terminó con una alucinada y salvaje Giving it up to you. En los bises acometió Fear, sonrió a un público que estaba entregado y se marchó. De haber tocado Child Christmas in Wales o Paris 1919 hubiese sido un concierto absolutamente PERFECTO. Perfecto para el fan de John Cale, claro.
Es cierto que algunos momentos tuvieron su punto adulto (bueno, es un señor de sesenta años, tampoco vamos a olvidarnos). No se puede negar que, al principio verle a él, que ha sido siempre tan estiloso, con el pelo decolorado, teñido intermitentemente de rosa pálido + rubio peróxido y luciendo perilla rompe un poco. Pero ¿no asume el fan de John Cale una cierta dósis de rotura? Yo creo que sí. La rotura de no terminar nunca de poder asir a un artista escurridizo. Hay quienes quieren ver la carrera de Cale, como la perfectísima imagen especular de un Leonard Cohen en versión punk y asumen que es el padre de un paranoide misticismo agnóstico... Bueno, es una manera de ver las cosas. Para mí, toda la carrera de Cale supone una suerte de historia general de la insatisfacción, plagada de caminos a medio recorrer, inquieta, frustrante en ocasiones, sorprendente, ansiosa y esquiva. Pero coherente, interesantísima y absolutamente lúcida. Cale ha estado siempre huyendo del rock, de la vanguardia, del clasicismo, de la Velvet, de la imagen pública de Lou Reed. Siempre le encontramos incómodo, agobiado. Incluso en un concierto tranquilo como el de ayer, en el que tan solo tenía que cumplir el trámite de tocar con una banda de mercenarios sus clasicos de siempre, no pudo evitar los gestos de aprensión musicada. Incluso en el momento de la despedida, el propio artista recibió con una casi imperceptible mueca de terror y disgusto los aplausos de un público agradecido (¿pensaría aquello de pero qué público más tonto tengo?). Como si, de repente, hubiese sentido la angustiosa necesidad de volver a sus experimentos vanguardistas y dejarse de tanto ruido. Ya lo había cantado un poco antes: la vida no es fácil, pero es más dura cuando pasa despacio. Afortunadamente, anoche, antes de escapar de nuevo, nos dejó con un excelente sabor de boca a todos aquellos que todavía pensamos que determinados tipos de inquietud merecen un respeto independientemente de los frutos que produzcan.
John Cale tocó la noche del 31 de enero en la sala Heineken (Princesa,1) que, por cierto, sigue siendo uno de los sitios con un sonido más pésimo de Madrid. A pesar del precio desmedido de las entradas .
Cuatro veces (incluyendo ésta noche) he visto a Cale de cerca. La primera, hace tantos años que parece un recuerdo de otra vida. Era la época en la que hacía su repertorio al piano de cola, aquella que quedó plasmada en el excelente Fragments of a Rainy Season (1992). Fue un concierto mágico e irrepetible. A partir de ése momento, cada encuentro con la frenopática leyenda ha sido frustrante. Siempre ha sido antipático, siempre ha estado rodeado de insólitas y absurdas medidas de seguridad. Siempre ha mostrado exigencias y desplantes dignos de una estrellona loca. Por eso, no me sorprendió comprobar que, en ese sentido, todo sigue igual en la órbita Cale. Un pipa con aspecto de estrangulador, apostado en el borde del escenario (y con más protagonismo que los propios músicos), delataba, a golpe de haz de luz de su policial linterna , a todo aquel al que se le ocurriese fumar o echar fotos con el móvil. Desagradable, pero previsible. Así que, dejo estas chungueces de lado y me dispongo ver qué ofrece el Cale del 2007 a sus fieles seguidores (público ya talludito y muy friqui, por cierto).
Sorprende, lo primero, ver cómo el tío ha decidido imitar su encarnación de mediados de los 70s. Es decir, al violento roquero paranoico que cantaba a la ansiedad, la angustia y al pánico intelectual. Aparece con una sudadera y unos pantalones modernos, como de hockey, que recuerdan mucho al look lucido en LPs como Slow Dazze o Sabotage Live. Además, toca una suerte de rockote industrializante que actualiza estilísticamente la época de Fear o de Helen of Troy. La conocida etapa pre-punk de la obsesión y la compulsión. En este ámbito, se le ve cómodo aunque un poco ido, haciendo poses de se me va la olla, caminando en círculos con la mirada perdida, tocando toscos acordes de guitarra y tirando de efectos de voz, vocoder y ruidismo. Es una recreación amable, moderada y moderna, ya digo, de esos tiempos malos en los que mordía los cables de la guitarra, iba hasta el bul de anfetas y coca y ponía los ojos en blanco. Me pareció escuchar una deconstrucción de Chicken Shit y también una versión post-nuclear de Memphis (no podría jurarlo); tocó una enrolladísima e irreconocible versión de Walking the dog (todas del live Sabotage, precisamente). Eso fue la primera mitad del concierto que estuvo muy centrada en temas recientes. Resultó interesante comprobar hasta qué punto Cale disfruta el bajarse al moro del rock para refrescarse de sus aventuras artístico-museísticas. Yo le encontré contundente, actual e inteligente. También un poco extravagante y locuelo. Es cierto que suena un poco como Tin Machine, pero no hay que olvidar que fue él quien inventó ese tipo de sonido descoyuntado que, con tan poco acierto, copió el Bowie. Hay que reconocer que a sus seguidores nos va ése rollo y es lo que esperamos cuando vamos a ver al adusto galés haciendo rock.
Lo mejor vino en la segunda mitad del concierto. Un Cale más relajado no tuvo complejos en abrir la caja de pandora y sacar a pasear los clásicos de su repertorio. El primer aldabonazo lo dio con una fidedigna y poderosa revisión de Helen of Troy. Curiosamente al tío se le ve más relajado y satisfecho con estas canciones, a las que trata con mucho cariño. La banda, unos eficientes pseudo-strokes, le seguía a distancia y sin salirse de madre en ningún momento. A partir de aquí intercalaría las piezas más agradecidas de su repertorio reciente (sí, hubo momentos disfrutablemente bailongos), con aquellas canciones que todo buen fan de Cale espera escuchar una noche de concierto. Una deliciosa y frágil lectura de Chinese envoy, una maravillosa You know more than I know que me dejó patitieso... De regalo una rareza de su primer disco, Big White Cloud, hermosísima. Así hasta llegar al clímax con una perfecta The ballad of Cable Hogue. Una canción exquisita a la que Cale hizo todos los honores posibles... Todo un regalo que empequeñeció el trámite velvetiano. Aunque, es cierto, buena parte del respetable recibió con una tremenda ovación la aparición de la viola y a nadie le amarga el dulce de escuchar Venus in Furs interpretada por un velvet original. Terminó con una alucinada y salvaje Giving it up to you. En los bises acometió Fear, sonrió a un público que estaba entregado y se marchó. De haber tocado Child Christmas in Wales o Paris 1919 hubiese sido un concierto absolutamente PERFECTO. Perfecto para el fan de John Cale, claro.
Es cierto que algunos momentos tuvieron su punto adulto (bueno, es un señor de sesenta años, tampoco vamos a olvidarnos). No se puede negar que, al principio verle a él, que ha sido siempre tan estiloso, con el pelo decolorado, teñido intermitentemente de rosa pálido + rubio peróxido y luciendo perilla rompe un poco. Pero ¿no asume el fan de John Cale una cierta dósis de rotura? Yo creo que sí. La rotura de no terminar nunca de poder asir a un artista escurridizo. Hay quienes quieren ver la carrera de Cale, como la perfectísima imagen especular de un Leonard Cohen en versión punk y asumen que es el padre de un paranoide misticismo agnóstico... Bueno, es una manera de ver las cosas. Para mí, toda la carrera de Cale supone una suerte de historia general de la insatisfacción, plagada de caminos a medio recorrer, inquieta, frustrante en ocasiones, sorprendente, ansiosa y esquiva. Pero coherente, interesantísima y absolutamente lúcida. Cale ha estado siempre huyendo del rock, de la vanguardia, del clasicismo, de la Velvet, de la imagen pública de Lou Reed. Siempre le encontramos incómodo, agobiado. Incluso en un concierto tranquilo como el de ayer, en el que tan solo tenía que cumplir el trámite de tocar con una banda de mercenarios sus clasicos de siempre, no pudo evitar los gestos de aprensión musicada. Incluso en el momento de la despedida, el propio artista recibió con una casi imperceptible mueca de terror y disgusto los aplausos de un público agradecido (¿pensaría aquello de pero qué público más tonto tengo?). Como si, de repente, hubiese sentido la angustiosa necesidad de volver a sus experimentos vanguardistas y dejarse de tanto ruido. Ya lo había cantado un poco antes: la vida no es fácil, pero es más dura cuando pasa despacio. Afortunadamente, anoche, antes de escapar de nuevo, nos dejó con un excelente sabor de boca a todos aquellos que todavía pensamos que determinados tipos de inquietud merecen un respeto independientemente de los frutos que produzcan.
John Cale tocó la noche del 31 de enero en la sala Heineken (Princesa,1) que, por cierto, sigue siendo uno de los sitios con un sonido más pésimo de Madrid. A pesar del precio desmedido de las entradas .
6 comentarios:
Pues la verdad es que nunca le he prestado demasiada atención a este señor, pero con este post me han entrado ganas. En una incursión en el rastro, adquirí unos 40 vinilos por 20 doblones, u entre ellos había 4 de John Cale, que desde entonces acumulan polvo en la estanteria: Paris 1919 (el único que he escuchado), Words for the dying, Fear (la portada me da miedo)y Vintage Violence. Por cuál empiezo para no asustarme? demasiado?
Yo empezaría por el Fear, para mi su segundo mejor disco tras Paris 1919. Vintage Violence es igualmente precioso y muy accesible. El Words for the Dying es para muy fans, es de los 90, con una orquesta y adaptando poemas de Dylan Thomas. Es bonito pero para los muy fans.
Ahora, lo mejor es hacerse con el recopilatorio Seducing Down the Door... Luego, si esa fase la superas pues puedes probar con Honi Soit o Artificial Intelligence...
Es muy bonito (atípico grandes exitos desenchufado) el mencionado Fragments of a Rainy Season. Además la portada es del legendario artista J. Kosuth.
Thanx, ya tengo algo que hacer este finde.
Aprovecho lo de John Cale (atinadísimo comentario el del pésimo sonido de la sala cervecera, aunque para Cale pues casi que mola, ¿no?), para volver a la gastronomía catalana. Me dicen, me cuentan que el sitio fetén-fetén es el Restaurante Calsot, sito, desgraciadamente muy cerca de donde el Profeta dio las tres voces, en Hoyo de Manzanares. En su página güé anuncian la próxima apertura de un restaurante céntrico en Madrid (en la calle Factor), pero en el teléfono de contacto no responden y queda sin disipar la duda de cuándo será la "próxima apertura". Las otras opciones serían el Endavant (Velázquez) o cualquiera de los Casa Jorge (Alejandro González, Cartagena o Príncipe de Vergara). Y en ese plan...
Doggy, habría que mirar en La Huerta de Lleida, en la plaza de Sto. Domingo; ahí he visto brasas y parrillas de hierro fundido para asar un San Lorenzo y parece que a buen precio. Los Casa Jorges son onda bastante más pija y el Endavant de Velásques, pues ya te diu.
Yo soy un mero correveydile. Ya te digo que el que tiene fama entre catalinos expatriados es el de Hoyo de Manzanares. A mi, lógicamente, me viene mejor ese que usted diu...
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