11 septiembre 2005

Todos mis amigos han muerto



Fín de semana redondo en Antequera. Inauguración de la exposición colectiva Todos mis amigos han muerto, en la que tanto ha trabajado Cuni Hernández en los útimos meses. Al final, el clima de amistad entre los artistas (empanados y simpáticos), visitas a los dólmenes, declaraciones a los medios regionales, conversaciones elevadas y charlas jalonadas de chistes y slapsticks artísticos y algún que otro momento donde hemos podido apreciar los múltiples matices y peculiaridades de la vida interior antequerana, han superado las expectativas creadas por todos. Como recuerdo virtual, valga el texto redactado para la ocasión...
Uno de los factores que contribuyen a hacer más inhóspito el mundo actual es la certeza de no se puede mirar para otro lado siempre, aunque las buenas maneras parezcan exigirlo. Por ello, la habitualmente optimista clase dirigente está empezando a buscar nuevos consuelos, tal vez menos inmediatos pero más intensos, que respondan a la progresiva desaparición de contenidos y a la falta de valor añadido en los procesos de obtención del tan (súbitamente) ansiado desarrollo interior. Aquel sueño leve que implicaba perversiones absolutamente seguras empieza a no ser suficiente para mantenerse vivo con unos parámetros aceptables de calidad; empieza a existir un anhelo irrefrenable de querer sanar los moratones espirituales que se escondían bajo las blusas de Prada. Al regreso del riesgo geopolítico lo acompaña la búsqueda de esa espiritualidad amable que sólo el arte puede brindar. Nigella Lawson y Charles Saatchi, obsesivos árbitros del alma financiera, han marcado el camino: metafísica y arte salpimentados de humanidad.
Sin embargo, se equivoca quien piense que se trata de dar otra vez al artista un cheque en blanco (figura bancaria y moral en desuso) para que ofrezca saltos desde el trapecio. Ya no se repetirán viejos errores, esta vez deberá ofrecer una experiencia culturalmente elevada, obviamente, pero no se hablará de determinadas cosas. Se celebrará que en las Bienales y las Ferias vuelva la pintura, lo figurativo, la poesía lábil y los ensueños magicistas. Eso sí, se dispondrá todo para que nadie incomode al espectador sensible, para que no se cuestione su papel. No volverá a haber escenas. No se sufrirá de nuevo la pornografía de lo que se lee entre líneas.
No obstante, existen todavía zonas suburbanas en las que no se ha avanza tan rápido en la regulación de los intercambios entre sueño y vigilia. Existen barrios en los que los planos no están fijos, periferias de geografía variable donde todavía se pueden encontrar artistas que no acaban de poder dormir entre los bártulos y las barahúndas de sus estudios. En aquellos territorios no reglados, los artistas todavía hablan en sueños con sus obras y existen obras que aparecen en el momento en el que las noches se quedan sin líquido. Obras que se travisten de artefactos de conocimiento, que fingen estructurar la comprensión del mundo pero que, a la hora de la verdad, se permiten el lujo de revelar su trampa.
Y la trampa consiste en que, antes de que nadie se pueda dar cuenta, las formas cambiarán de posición y la obra aparecerá atrapada, sólida, en un lugar desde el que nadie puede saber si pregunta o si responde. Se trata de obras que cobran una densidad propia y reclaman su propio espacio, obras invasoras que acumulan a partes iguales el peso de las respuestas sin pregunta y de las preguntas sin respuesta. Ya no se debe hablar, en consecuencia, de estilos y maneras sino de obras con la capacidad de aparecer cuando no se las llama. Es esta capacidad la que se intenta eludir a toda costa en la actualidad; se intentan minimizar los efectos de estos objetos artísticos que se convidan ellos mismos ante nuestra mirada, que se imponen tanto al artista como a los espectadores. Lo que preocupa de ellas es que son obras que no se pueden enmarcar en estrategias de control ya que deciden ellas mismas lo que dicen y lo que callan, que exponen en la misma medida que ocultan. Que restituyen la inquietud y la ambigüedad y sirven para borrar el perfil de todo lo que desconocemos.
A fin de cuentas el trabajo artístico no es más que empezar a reconstruir las cosas que no se han perdido, traer el mundo a la luz y aprehender los objetos que constituyen su límite para poder esconderlos de nuevo. La complejidad del trabajo artístico reside precisamente en esta tarea de imaginar un secreto, restituirlo como amalgama de la obra, dotarlo de corporeidad y acto seguido olvidarlo para volver a preguntar a la obra qué es lo que esconde.
Una tarea que se desarrolla en un territorio que, pese a haber sido imaginado por el artista, a partir de un determinado momento empieza a moverse sólo. Un territorio en el que el hecho de que las fronteras se borren puede llegar a ser anecdótico, cuando de lo que se debe hablar en realidad es de la desaparición del artista, revocado por los propios terrenos incógnitos que ha imaginado. Por eso, en estos barrios periféricos de la experiencia artística hace calor y no hay amigos que valgan, porque cada día que se abre la puerta del estudio se afronta una nueva situación, no se acumula conocimiento y cuanto más se avanza menos se sabe. Y hay más preguntas incómodas que respuestas poco tranquilizadoras; y por las noches los sueños pueden llegar a tomar cuerpo y, aunque no hay duda acerca de la materia de la que están hechos, en ocasiones puede desdibujarse la certeza de que nos pertenezcan realmente. Es cierto, ya no se puede mirar hacia otro lado. A pesar de lo cual, todavía hay quien trata de ignorar la cercanía con aquellas fronteras donde impera la dinámica difusa de la destrucción ficticia. Así,mientras las parejas de ejecutivos renuncian a sus viejos tony ouslers en favor de la custodia de sus hijos, las nuevas espiritualidades imperantes tratan de evitar cualquier tipo de contacto con esas otras estéticas en las que aparecen más puntos de fuga que de encuentro.
Sin embargo, no se puede obviar el hecho de que a veces son esos puntos de fuga los que guían hacia aquellos lugares donde las obsesiones y las pesadillas no ofrecen nada a cambio. Ni que esos son, precisamente, los terrenos idóneos para gestar nuevos conocimientos y nuevas materias imaginantes. Materias que, a largo plazo, pueden servir para construir los (tal vez últimos) refugios de una época marcada por la popularización de la destrucción masiva y por las salvaciones del alma recetadas en cheques nominativos.

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