11 febrero 2006

La barbarie empieza en casa

El riesgo de emprender un viaje o imponerse realizar una tarea reside, sobre todo, en la posibilidad del error incial. Rutas mal trazadas, actos fallidos, esfuerzos que se diluyen en esos paréntesis vacíos donde desembocan los propósitos dirigidos con poco tino... Asumir estos riesgos supone un esfuerzo sincero de concentración, de dominio de la voluntad y, sobre todo, de ánimo, ya que de algunos viajes se parte sin certeza de regresar. Para este viaje son las maletas que ha hecho Adrián Navarro; unos bártulos cuidadosamente escogidos, porque salir de viaje, como nos enseñan la mayor parte de relatos fundacionales, es un acto que requiere cuidado y responsabilidad. Una responsabilidad que empieza asumirse en casa, el día que descubrimos al hombre y al salvaje reconociéndose en un territorio, si no común, sí simultáneo


La barbarie empieza en casa, ciertamente, al igual que las verdades están siempre en terrenos lejanos. Agazapadas y temerosas, como criaturas y salvajes, las certezas muchas veces se intuyen apenas camuladas en categorías inéditas y tonalidades sulfúricas. Que es más o menos lo que se ha quedado pintado en estos cuadros de la exposición Hombres y Salvajes, que presenta Adrián Navarro en la Galería Artificial (un espacio, por otra parte, situado más allá de los márgenes psico-geográficos de nuestro preciado Sistema Artístico).Quién conozca de cerca el racionalismo sensual de nuestro amigo pintor y le haya acompañado en los últimos años en su peripecia personal sabrá que, precisamente, responsabilidad y ánimo explorador no falta en una pintura en la que la intuición tiene un peso similar a la decisión y la responsabilidad.


Y la decisión en Adrián Navarro se basa en una entereza notable y en la constancia sistemática del explorador. Lejos de la plácida diletancia del viajero, su ánimo descubridor no le está acercando en absoluto a las sendas prefijadas en los trayectos socio-culurales vigentes. Por el contrario, Adrián Navarro empieza a desplazarse de manera progresiva (y, en cierta medida, fatal) hacia los terrenos exteriores, las tierras de la barbarie y las zonas incultas.Y, como bien nos recuerda Mircea Eliade, “el establecimiento en una región nueva, desconocida e inculta es el equivalente a un acto de creación”, es en esas regiones incultas donde tienen lugar los verdaderos actos de generación; actos en los que colores formas, trazos y volúmenes mantienen tanto las potencialidades del orden como las del caos. Ante la disyuntiva entre la asepsia ultramoderna o el esteticismo informalista, Adrián Navarro recuerda las formas de las tierras sin dueño, innominadas, no creadas, e intuye, mirando de reojo que, lejos de lo que todos insisten en repetir, podrían estar habitadas por esos salvajes y bárbaros que queremos revocar, que se aliemntan de esos frutos henchidos de nada que no queremos probar y emplean los lenguajes que ninguno queremos adoptar.


Ante todo, aquí el pintor se está adentrando en zonas sin correspondencias, ajenas a cualquier mapa; una región imaginada y, en muchos casos, fallida. El pintor se arroja así a unas tierras en las que la obligación fundacional puede chocar con los hábitos de unos primeros pobladores salvajes acostumbrados a morar en el impedimento y la oscuridad. Una tierra en la que, por otra parte, también se agazapan los descubrimientos; donde pueden aparecer hallazgos que obliguen al artista a modificar sus cálculos y renovar sus certezas en torno a la posesión y la generación. La colección de cuadros que se nos presenta, trata de la posibilidad de cultivar en el caos y de las consecuencias que esto puede tener. De las poteciales generativas de la pintura como acto de creación de un teritorio nuevo y la relación de este acto con aquel caos primero en el que, muchas veces, el explorador encuentra miradas asustadas en las que se reconoce. Hombres y salvajes no son tan diferentes, al fín, y en el decurso de las tareas de cultivo y colonización, uno debe enfrentarse a la mirada del caníbal que nos pregunta acerca de la legitimidad de nuestras acciones.


Pero, si de legitimdades caníbales se trata, Adrián Navarro cuenta con un don propio de salvajes pese a que sea capaz de matizarlo con las herramientas intelectivas que carcaterizan a quien (arbitrariamente) hemos venido calificando, desde hace siglos, como hombre. Este don es el don de la fealdad, tan raro, tan incómodo y tan necesario en una pintura que hoy quiera tener una existencia autónoma y una vida por sí misma. Contar con este don es, en cierta medida como haber sido tocado (en casi todos los sentidos del termino) por el poder de lo horrible. De ahí vienen los colores incandescentes, la vitalidad salina y la fiebre que corroe a los seres que viven en estos cuadros. Gracias a este poder el pintor se quiebra en una máscara, los ojos se abren como granadas maduras y los paisajes se bifurcan entre la espesura. Esta es la capacidad necesaria para manipular la materia imaginante, para poder dar forma al pensamiento y dar el sentido primero a lo que el caos impide. Lenguajes generativos y rituales de paso entre lo horrendo y lo necesario que conforman una pintura existencial y utópica.


Para muchos se trata de una pintura que nos retrotrae a las primeras vanguardias; en ocasiones esto se agita como un talisman para asustar lo malos sueños que trae la pintura sincera a nuestros asépticos canales de comercialización (no nos preocupemos, son solo ejercicios de estilo, se dicen). En cierta medida, aquí uno escucha los ecos trasfigurados del Dadá más místico (aquel que lloraba esquirlas de caos por una humanidad autodestruída) o la figura tránsida de la pintura Cobra. Ecos que aparecen, no como maneras, sino como anhelos no cumplidos, viajes nunca realizados, y espiritualidades aún inéditas. Y por lo tanto artísticamente legítimas, material asumible, necesario, bártulo de superviencia en estas tierras angostas de las que uno nunca regresa igual que partió.


En esta pintura, el pintor se despoja de sus ropajes al llegar a la orilla del bosque, conervando sólo aquellos talismanes que le permitan el diálogo con lo oculto. Se desnuda de la civilidad y se viste con las pieles del druída para descubrir cuerpos esenciales y seres anteriores a la vida. Una elección, a todas luces incómoda. Porque las personas que marchan a terriotorios salvajes, las personas que deciden vivir entre cabezas cortadas (y piensen en aquel Kurtz de Conrad) siempre abren perspectivas de fuga peligrosas e ingratas en los sistemas orientados a la eficiencia. Lo que no es óbice para que, por mucho que nos empeñemos todos, sea necesario que alguién marche a dialogar con los animales totémicos que inseminan nuestros sueños. Animales que, por muy acallados que podamos tener, nunca han accedido a entregarnos sus terrenos .


Hombres y salvajes de Adrián Navarro puede verse en la Galería Artificial (c/ Albasanz 75, 1pl. Nave D) hasta el 25 de febrero de 2005


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