A veces la historia del pop le sorprende a uno en los sitios más inverosímiles. Anteayer, sin ir más lejos, en uno de esos festivales con que el rock-critic, concejal sentimental y gestor cultural Luis Lapuente suele animar el estío de la serranía madrileña, pudimos disfrutar la epifanía de San Brian Wilson. El eterno beach boy apareció durante dos horas, desgranó éxito tras éxito, toco el bajo y sacó a bailar y cantar a su nieta (?) rodeado de una banda que parecía escapada de una edición extrema de los MTV Awards circa 2036 e interpretó con más que corrección el papel de fugaz destello del pasado. Eso sí dejándonos con una sonrisa en los labios, todo hay que decirlo.
Poco importaron los aspectos más cuestionables del espectáculo porque, al final, allí estaban esas canciones que están selladas a fuego en nuestra imaginación y la persona que las ideó cantándolas y, por un momento, creímos recuperar un pedacito pequeño de esa magia con la que hemos soñado tantas veces frente a nuestros equipos de música. Si partimos de la premisa de que buena parte de la herencia de la música pop hace tiempo que pertenece más al reino de la fantasía que al de la historia, el concierto del pasado jueves por la noche sólo podía satisfacer plenamente a los fans más cerriles (esos a los que sólo les basta ver como sea a la estrella en cuestión para que les salten lágrimas de emoción). El resto de los asistentes acudíamos movidos por el revuelo del regreso, las buenas críticas y algún testimonio que afirmaba que ver al genio teen en directo era una experiencia casi mística; eso sí implorando en secreto a las divinidades del pop que nos ahorrasen uno de esos tragos difíciles de digerir de estrella ya sin fulgor y sobrelevando una decadencia poco estética.
La mayoría de los que acudimos a Collado Villalba en procesión a pesar de estar movidos por la citada, e incuestionable, mezcla de curiosidad, admiración, respeto y conciencia de la ocasión única que se presentaba, en ningún momento llegamos a pensar que acudíamos a ver a ese Brian tocado por la mano de dios capaz de idear las más increíbles sinfonías adolescentes. No, todos sabíamos que ese Brian Wilson angélico es patrimonio exclusivo de nuestros sueños y sólo se le puede conjurar pinchando Today, Pet Sounds y, en menor medida, el reconstruido Smile.
En esas estábamos cuando, acompañado de una banda insólita de músicos que parecían salidos de ese Sunset Strip en el que reinan los conglomerados de la industria del entretenimiento y la gestión de contenidos culturales, sin más pompa de la necesaria (bastó un Señoras y señores... con ustedes Brian Wilson!, gritado por un roadie-maestro de ceremonias para dar comienzo al acontecimiento), apareció Brian Wilson. Y, a partir de ese momento, ya nadie pudo ser objetivo de ninguna manera. Pudimos ver un concierto planteado simple y llanamente como una sucesión de éxitos, interpretados con respeto por el original (salvando ligeras concesiones al AOR); un espectáculo para todos los públicos en el que prima la diversión y el eterno poder de seducción de unas canciones que se han convertido en canon de una determinada forma de felicidad eterna; esto es lo que ofrece Brian Wilson en el año 2005. Ni más ni menos.
Porque ¿quién puede juzgar la calidad de un concierto cuando se suceden una tras otra canciones como Sloop John B. ; Help Me Rhonda; Sufer Girl; Fun, Fun, Fun; God Only Knows; Please let me wonder; Do you wanna dance; Heroes and Villains o California Girls hasta llegar a las inefables Surfing USA y Good Vibrations, para cerrar tras dos horas largas en el segundo bis con una emotiva Love and Mercy? Nadie, en realidad. Poco importa que, por un momento, te des cuenta que Brian está probablemente leyendo las letras en un teleprinter; o que el tío de las luces haga un baile desde la torre de iluminación digno de aparecer en un vídeo de Billy Joel; o que el saxofonista se haga un solo de esos de borde de escenario... Estas y otras cosas que no se perdonarían a nadie, se diluyen en una suerte de sortilegio. Porque son ESAS las canciones que han venido tantas veces al caso, y es ESA la persona que las escribió y que ha permanecido en un Nunca Jamás vallado con microsurcos durante miles de años. Y uno, que está resabiado, descubre que tiene su corazoncito y estas cosas le llegan (sea correcto o no reconocerlo).
Y, sí, cuando todo termina uno se da cuenta de que a Collado Villalba no llega el rumor de las olas de las playas de California y que ni la historia ni la fantasía tienen doble dirección . Pero, creo que no me equivoco al afirmar que, por un momento aunque fuese diminuto, todos creímos oír esa música que, como diría el inventor del cinismo sentimental en el rock, vino a salvar nuestra vida. Y, la verdad, tal y como está la cosa, no creo que sea justo pedirle a ninguna estrella del rock por encima de los 60 años mucho más que eso. Y menos que a nadie al bueno de Brian.
Poco importaron los aspectos más cuestionables del espectáculo porque, al final, allí estaban esas canciones que están selladas a fuego en nuestra imaginación y la persona que las ideó cantándolas y, por un momento, creímos recuperar un pedacito pequeño de esa magia con la que hemos soñado tantas veces frente a nuestros equipos de música. Si partimos de la premisa de que buena parte de la herencia de la música pop hace tiempo que pertenece más al reino de la fantasía que al de la historia, el concierto del pasado jueves por la noche sólo podía satisfacer plenamente a los fans más cerriles (esos a los que sólo les basta ver como sea a la estrella en cuestión para que les salten lágrimas de emoción). El resto de los asistentes acudíamos movidos por el revuelo del regreso, las buenas críticas y algún testimonio que afirmaba que ver al genio teen en directo era una experiencia casi mística; eso sí implorando en secreto a las divinidades del pop que nos ahorrasen uno de esos tragos difíciles de digerir de estrella ya sin fulgor y sobrelevando una decadencia poco estética.
La mayoría de los que acudimos a Collado Villalba en procesión a pesar de estar movidos por la citada, e incuestionable, mezcla de curiosidad, admiración, respeto y conciencia de la ocasión única que se presentaba, en ningún momento llegamos a pensar que acudíamos a ver a ese Brian tocado por la mano de dios capaz de idear las más increíbles sinfonías adolescentes. No, todos sabíamos que ese Brian Wilson angélico es patrimonio exclusivo de nuestros sueños y sólo se le puede conjurar pinchando Today, Pet Sounds y, en menor medida, el reconstruido Smile.
En esas estábamos cuando, acompañado de una banda insólita de músicos que parecían salidos de ese Sunset Strip en el que reinan los conglomerados de la industria del entretenimiento y la gestión de contenidos culturales, sin más pompa de la necesaria (bastó un Señoras y señores... con ustedes Brian Wilson!, gritado por un roadie-maestro de ceremonias para dar comienzo al acontecimiento), apareció Brian Wilson. Y, a partir de ese momento, ya nadie pudo ser objetivo de ninguna manera. Pudimos ver un concierto planteado simple y llanamente como una sucesión de éxitos, interpretados con respeto por el original (salvando ligeras concesiones al AOR); un espectáculo para todos los públicos en el que prima la diversión y el eterno poder de seducción de unas canciones que se han convertido en canon de una determinada forma de felicidad eterna; esto es lo que ofrece Brian Wilson en el año 2005. Ni más ni menos.
Porque ¿quién puede juzgar la calidad de un concierto cuando se suceden una tras otra canciones como Sloop John B. ; Help Me Rhonda; Sufer Girl; Fun, Fun, Fun; God Only Knows; Please let me wonder; Do you wanna dance; Heroes and Villains o California Girls hasta llegar a las inefables Surfing USA y Good Vibrations, para cerrar tras dos horas largas en el segundo bis con una emotiva Love and Mercy? Nadie, en realidad. Poco importa que, por un momento, te des cuenta que Brian está probablemente leyendo las letras en un teleprinter; o que el tío de las luces haga un baile desde la torre de iluminación digno de aparecer en un vídeo de Billy Joel; o que el saxofonista se haga un solo de esos de borde de escenario... Estas y otras cosas que no se perdonarían a nadie, se diluyen en una suerte de sortilegio. Porque son ESAS las canciones que han venido tantas veces al caso, y es ESA la persona que las escribió y que ha permanecido en un Nunca Jamás vallado con microsurcos durante miles de años. Y uno, que está resabiado, descubre que tiene su corazoncito y estas cosas le llegan (sea correcto o no reconocerlo).
Y, sí, cuando todo termina uno se da cuenta de que a Collado Villalba no llega el rumor de las olas de las playas de California y que ni la historia ni la fantasía tienen doble dirección . Pero, creo que no me equivoco al afirmar que, por un momento aunque fuese diminuto, todos creímos oír esa música que, como diría el inventor del cinismo sentimental en el rock, vino a salvar nuestra vida. Y, la verdad, tal y como está la cosa, no creo que sea justo pedirle a ninguna estrella del rock por encima de los 60 años mucho más que eso. Y menos que a nadie al bueno de Brian.
Brian Wilson tocó el jueves 7 de julio de 2005, Collado Villalba.
1 comentario:
Al final parece que la niña que salió al escenario era la hija de la corista. Nada de nietas de Brian, sino un simpático gesto festivo más por parte de una formación que parecían unos Harlem Globetrotters pop.
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